lunes, 11 de agosto de 2014

A lo más alto


Con diez meses comencé a andar, y con quince meses trepé por mi primera estantería. Siempre me obsesionó alcanzar altura, llegar a lo más alto, contemplar lo de abajo con otra perspectiva.

Subirme a las sillas me permitió llegar a las mesas, y mis ansias por conquistar la altura, me daban las fuerzas necesarias para arrastrar las mesas hasta las estanterías por las que trepaba con tesón y paciencia, hasta que mi cabeza chocaba contra el techo. Por muy altos que fueran los muebles, por muy lejos que llegaran las escaleras, siempre me quedaba con ganas de más. Me divertía la sensación de estar con los pies en el aire, sentir mi cuerpo en suspensión, el riesgo de la caída, y cuando conquistaba uno y otro, y otro, cada vez más altos e imponentes, sentía ganas de iniciar un nuevo ascenso.

Mi siguiente aspiración fue lanzarme desde un trampolín, pero antes tuve que aprender a nadar, enseñanza que no me apetecía nada, pero todo o casi todo requiere pequeños esfuerzos. Practicaba todos los días, y cada vez que mi brazo se introducía en el agua tibia de la piscina y sacaba mi cara para coger aire, me veía a diez metros de altura, lanzando mi cuerpo al vacío sin consciencia de peligro. Sólo visualizarlo en mi mente me producía una libertad absoluta y placentera. El salto requería de un alto grado de precisión, así que tuve que practicar, y aunque a veces me daban ganas de rendirme con la idea de un reto que no consumiese mi tiempo, esos diez metros volvían a mi mente y se disipaba cualquier idea de retiro, aunque día tras día pasaba por el mismo trance, por el mismo dilema.

No me interesaba competir, ni continuar en el equipo, mi interés era únicamente el salto, y aunque el tiempo pasó muy pausado, lo conseguí. Y allí estaba, a diez metros de altura, con los pies en el borde del trampolín, mis piernas juntas, mi cuerpo extendido como una pértiga, coloqué con calma mis brazos ligeros sobre la cabeza, y con una sonrisa en los labios me balanceé suavemente, con seguridad, y como a cámara lenta me impulsé hacia delante precipitándome, disfrutando de cada milésima de segundo, libre como los Alisios, podía sentir la velocidad en los músculos de mi cara, hasta que mi cuerpo penetró en el agua como un proyectil, superando aquellos diez metros. Salí como una exhalación, sorprendido por los aplausos de los que allí se encontraban. Ya lo había conseguido, y era el momento de dejar lo que había empezado con tanta pereza.

Buscaba los edificios más altos, y subía a sus azoteas, algunas prohibidas, y me alongaba todo lo que podía por sus muros y barandillas, miraba hacia abajo, contemplando la maqueta que tenía bajo mi mirada. Me divertía cerrar un ojo, y pellizcar a los diminutos coches con mi índice y mi pulgar, casi imperceptibles desde algunas alturas que visité. Me gustaba cerrar los ojos, para sentir el aire que me ofrecían las cumbres de aquellos edificios, pero necesitaba que mi cuerpo estuviera más involucrado, para alcanzar la libertad a la que estaba enganchado.

Cuando terminé de asaltar las azoteas de los edificios más altos, decidí recurrir a las montañas y barrancos, conquistar la altura con mi cuerpo, con mi mente, como un ser completo, y allí me fui. Escalé por paredes escabrosas, barrancos húmedos, laderas cubiertas de hielo y nieve, siempre con el riesgo de compañero. Sentí la falta de oxígeno más de una vez, las sienes a punto de estallar, los músculos paralizados por el frío y molidos por el esfuerzo, pero me compensaba, porque pude ser espectador de amaneceres y ocasos, y de hermosas auroras boreales. Me encontré con laderas inmensas de hielo que parecían los gigantes espejos de un palacio, contemplé una cara del cielo que nunca más he vuelto a ver, me peleé con ráfagas de viento y nieve, caí mil veces al suelo, y a pesar de todo disfruté cada milésima de segundo de las maravillosas postales  y oportunidades que me ofrecía la conquista de la altura.

Y cuando me gané la cima más alta, una terrible ansiedad sacudió mi mente, ¿y ahora, qué? Cerré los ojos, respiré profundamente para recuperar el control de mis inhalaciones y exhalaciones, sintiendo poco a poco la entrada lenta del aire fresco por mis fosas nasales, tenía que reposar mi corazón, bajar las pulsaciones, relajarme, no pensar. Me encontraba en el lugar más alto del planeta, así que no podía permitirme el lujo de malgastar ni un solo instante en pensamientos banales. Observé con calma las fotografías que estaban ante mí, elevé la mirada hacia arriba para contemplar el cielo infinito, el más azul y limpio que he visto jamás. Y la ansiedad se esfumó al contemplar toda la altura que me quedaba por conquistar.

Licencia Creative Commons
Relato: "A lo más alto" por María Vanessa López Torrente se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://relatosdelacolmena.blogspot.com.es/.

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